martes, 12 de diciembre de 2017

Un hombre bueno




Gregorio era un hombre bueno, así podían atestiguarlo todos aquellos que tenían la suerte de conocerlo. Incluso su físico traslucía cierta gracilidad, casi elegancia, y una dulce decisión en sus zancadas, a pesar de ir sobrado de peso y de tener el centro de gravedad bastante bajo. El poco pelo que le quedaba era blanco, que junto a su tez clara, resaltaban el azul intenso de unos ojos diminutos como cabeza de alfiler. Parco en palabras, pero siempre amable y educado; generoso con sus familiares y amigos.

Gregorio se había enamorado dos veces y nunca se había casado. La primera vez que su corazón latió apresurado al ver a una mujer fue en su juventud, recién licenciado del servicio militar. Regresó a Tardienta dispuesto a terminar lo que quedaba de cosecha, no contaba con que ese verano el trigo no sería la mayor de sus preocupaciones. María Luisa tenía la mayoría de edad y dos meses, y en esos sesenta días había descubierto la parte oscura de la luna, esa que su madre tanto se había empeñado en esconderle. Había pasado el verano yendo de fiesta en fiesta, de plaza mayor en plaza mayor de todos los pueblos de la comarca. El transporte lo tenía gratis y la bebida, también, sólo tenía que bailar tan desinhibida como la dosis de alcohol le permitiera. Su madre la recibía, zapatilla en ristre, cada madrugada y María Luisa siempre le respondía lo mismo:
−Que te quedaras viuda no significa que yo también lo sea. Esto no es la casa de Bernarda Alba.
La madre rompía a llorar y la hija se iba a su cuarto a recuperarse para la próxima festividad que el calendario le brindara.
Gregorio recordaba a María Luisa como una moza guapa, pero al encontrársela aquella mañana calurosa y polvorienta, como son las mañanas estivales en Los Monegros, pensó que algo había cambiado. Sin duda, seguía tan guapa o más que antes, pero su forma de contonearse, su forma de sonreír, de mirar, la convertían en un animal del desierto.
− ¡Bienvenido, Goyito! ¿Qué tal la mili?
Aquel guiño le hizo ver el mundo a través de un chupito de licor de avellana, el color de esos pícaros ojos: quedó embriagado. Por mucho que la mili hubiera curtido a Gregorio, esa mirada le daba más miedo que la del cabo Santisteban, así que, además de humedecer los sueños con su recuerdo y saludarla diligentemente cada vez que se cruzaban, los intentos por conquistar a María Luisa fueron cobardemente nulos.
Justo antes de la Navidad de aquel 1970, María Luisa perdió el brillo de la mirada. Gregorio fue testigo de los comentarios que la gente profería en el bar y a la salida de misa: Luisita estaba preñada de uno de Senés que vendía reproducciones a escala de carros en las ferias. Parece ser que aquel mozo era demasiado independiente como para hacerse cargo de “un bombo que, además, pudiera no ser de él”. A Gregorio estas palabras le dolían más que una puñalada en el corazón. Sin embargo, lejos de pensar que la situación fuera una desgracia, pensó que podría ser una oportunidad.
─ ¿Estás seguro de lo que haces, Gregorio? ─le insistió el cura, don Damián, tras la reja del confesionario.
─No he estado más seguro en mi vida, padre.
─Anda, vamos a tomarnos un sol y sombra y me lo cuentas todo. Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine patris et filii et spiritus sancti. Amén.
Al día siguiente amaneció una mañana fría y luminosa, como son los inviernos en Los Monegros, y Gregorio esperaba a su amada en el portal de su casa.
─Buenos días, María Luisa. No quiero ser impertinente, pero me gustaría hablar contigo.
─ ¿Qué quieres, Gregorio? ¿Regodearte de mi mala suerte?− le espetó la chica harta de los dimes y diretes, del pueblo, del polvo y de la helada.
─Nada más lejos de mi intención, quiero casarme contigo.
Prepararon la ceremonia para el día de Reyes. Esperaban que el frío estuviera a la altura de la celebración y Gregorio le compró a su prometida una torerita de visón para que se la pusiera sobre el sencillo vestido blanco que la madre de la novia, entre lágrimas y mocos, había cosido con esmero. Él le dijo que no quería tener relaciones carnales hasta el día de la boda, a lo que María Luisa, tras una sonora carcajada que no pudo reprimir, le pidió perdón.
−No me mal interpretes, te deseo con locura, pero no quiero que pienses que todos los hombre somos iguales.
−Eres un hombre demasiado bueno, Gregorio.
Así que entre arrumacos y largos besos, pasaron Noche Buena, Navidad, Noche Vieja y Año Nuevo. El dos de enero un viento helado arrasó con nieve todo el pueblo y Gregorio se alegró de haberle regalado a María Luisa la chaquetilla de visón. No había acabado de regocijarse en ese pensamiento cuando oyó gritos que provenían de la calle: María Luisa, se había caído y no paraba de sangrar. La llevaron a Huesca todo lo deprisa que pudieron, pero no lograron cortarle la hemorragia. María Luisa murió en la mesa de operaciones con el niño que llevaba dentro.

La segunda vez que Gregorio se enamoró fue dos años después de jubilarse. Vivía tranquilo de su pensión y del arriendo de las tierras en la casa donde nacieron él, su padre y su abuelo. Pero cuando se enteró de que su amigo, el cura don Damián, se vendía el piso de Huesca, Gregorio pensó que se lo compraría. Le haría un favor y, al mismo tiempo, se trasladaría a Huesca a vivir. Su mente hacía días que rondaba más por la capital que por el pueblo: una mulata dominicana de sonrisa blanca le tenía sorbido el seso. A sus sesenta y siete años y sus travesías por el desierto, no se iba a dejar engañar por una mujer, pero con Martina su corazón le decía que hiciera una excepción. Así que la sacó del bar de mala muerte con olor a gasolina donde servía copas a los camioneros, como primera actividad, y la instaló en su pisito. Le dijo que no hacía falta que trabajase más, que él la necesitaba para que llevara la casa, que él la cuidaría y la querría y que ni siquiera esperaba que su cariño fuera recíproco. Martina pensó que era un buen trato, que si se portaba bien con Gregorio, hasta podría llegar a convertirse en su mujer y olvidarse para siempre de las pieles con regusto a carburante.
Pasaron los meses como si no hubiera un futuro por el que preocuparse. Gregorio se había ganado el respeto de sus nuevos vecinos y Martina, con su contento habitual, expandía sin reparo su risa por la escalera. En un edificio de más de cincuenta años, donde la mayoría de los vecinos son ancianos, el optimismo se convierte en un contagio deseable. Tal vez por los aromas caribeños que exhalaba la cocina de Martina o por sus carcajadas o por sus contoneos confiados, fuera por lo que fuera, los vecinos adoraban a la singular pareja y ni siquiera se quejaban cuando los escandalosos amigos de la dominicana montaban alguna cena hasta bien entrada la madrugada. Daba gusto verla salir del ascensor, como una vedette en su hora de descanso, libre, pisando las baldosas de terrazo como si fueran de mármol travertino. Resultaba maravilloso y extrañamente inexplicable cómo una mujer joven y exuberante podía aportar vida a una casa donde el tiempo parecía haberse cebado en sus habitantes.
Cuando llegaba la primavera, Martina se iba unas semanas a su país. Ella nunca había pedido ningún regalo, se administraba de maravilla con lo que Gregorio le daba para la casa, incluso le alcanzaba para algún capricho, lo único que quería era viajar a su tierra una vez al año. Gregorio había accedido a su deseo pues pensaba que esas semanas serían como unas vacaciones para los dos, de los dos. Del último viaje, Martina volvió embarazada. Podía habérselo ocultado, hacerle creer que el hijo era de él, pero decidió decirle la verdad, era un hombre muy bueno y no se merecía que lo engañara. Gregorio no era tonto, sabía perfectamente cómo disfrutaba la dominicana en sus vacaciones, pero lo del embarazo le cogió con la guardia baja. Estuvo unos días mohíno, hasta que resolvió cómo iba a proceder.
─ Puedes quedarte en mi casa y seguir como hasta ahora, pero con la condición de que no vuelvas nunca más a tu país.
Gregorio quedó con su amigo el cura don Damián y le contó lo ocurrido. El párroco le recordó que había corrido el riesgo conscientemente y que ese hecho era sólo una de las posibles opciones que podían haber sucedido. Cuando expresó que tenía intención de adoptar al niño, al propio Gregorio le sonó extraño oír su decisión de viva voz.
─ ¿Estás seguro de lo que haces, Gregorio?
Pero en esta ocasión, Gregorio no pudo contestar ni con la misma certeza ni la misma rapidez que la primera vez que su amigo le planteó la cuestión. Una duda pesada, como si fuera metálica, le aprisionaba el corazón. Un recuerdo, casi como una nube dispersa, le emborronaba los ojos. El giro de la rueda se repetía de nuevo marcando las agujas de su reloj.  Pensó que, cuando naciera el niño, la duda y la nube se disiparían y podría dar por sentado que no volvería a toparse con la misma rueda.
─ Sí, Damián, creo que ya va siendo hora de tener un hijo.
Así que mientras el tiempo gestaba un bebé en el vientre de Martina, en Gregorio crecía la ilusión de que, por fin, iba a ser padre, de que un ciclo de su vida se cerraba de la mejor manera.

El niño era hermoso, redondo, cálido como el clima donde fue concebido. Su perfecta cabecita estaba alborotada por unos rizos negros y sus ojos, desmedidamente grandes, eran oscuros, tan oscuros como su piel. Al coger al bebé en brazos por primera vez, Gregorio no pudo evitar comparar el blanco apagado de su antebrazo con la tez morena y arrogante de ese bebé tan diferente, tan diametralmente opuesto a él.

─ Padre, he pecado.
─ Dime, hijo, dime, dime… ─dijo don Damián esperando algún pecadillo de andar por casa.
─He echado a Martina y a su hijo de mi casa.
─Pero, Gregorio, ¿por qué has hecho eso? ─exclamó el cura conmocionado.
─Porque me he dado cuenta, padre, de que no soy un hombre bueno.

© Anabel

martes, 17 de octubre de 2017

Que llueva, que llueva...



Busco las nubes borrachas de rocío
como un zahorí lisiado,
sin varita mágica y casi desesperanzada,
armada con rabia furtiva y
con un deseo imperioso
de que la milagrosa lluvia
nos apague fuegos e incendios,
nos limpie la piel de corazas absurdas,
nos arranque escamas de pez egoísta
y nos deje desnudos
como salimos de nuestras madres
─aunque a veces se nos olvide,
todos tenemos una─.
Que un diluvio nos robe las posesiones,
nos esterilice la mirada,
nos extirpe el gen cainita;
que un sunami nos revuelva las almas
y azarosamente las reparta
para sentirnos como el de enfrente,
el enemigo, el repudiado.
Poder de agua, universo en una gota,
apiádate de esta raza irracional:
danos la clarividencia
de la consciencia del otro en nuestro yo.


© Anabel

domingo, 3 de septiembre de 2017

Cabello de dios



Cabello de dios
A mi padre

Cabellos de un dios al que envejece el tiempo,
blancos y límpidos
como sábana de primera cuna,
se despeñan entre púas de carey
sobre el huesudo armazón del cansancio;
son nieve que no logra revivir
el hombro rendido;
son ángeles sin alas
que no se apenan de la caída;
son lágrimas
que delatan la angustia
del alma de quien ya la siente lejos.
Y el dios de polvo no para de pensar
que su eternidad no tiene futuro
y que morir en el momento preciso
tuviera que formar parte de los Diez Mandamientos.


©Anabel

jueves, 24 de agosto de 2017

Océano Maldito




Salvarnos de la zozobra,
pero, sobre todo, de nosotros mismos,
es el propósito de la Existencia.
Sin embargo,
apenas nos mantenemos a flote
en un mar de egos y arrogancia,
mientras nos enamoramos
de pompas de jabón y fuegos artificiales,
tan insulsos, tan nimios
como la vida que creemos vivir
o que simplemente soñamos.
No escuchamos a la madre Brújula,
la que nos revela los auténticos Horizontes,
y nos aferramos
a nuestra férrea voluntad
como náufragos oxidados que,
ignorantes de las leyes del (A)mar,
no soportan               
ni el lastre de la esperanza
ni el anclaje del destino.
El fondo del Océano
se va tapizando de esforzados esqueletos
que nunca más se exhibirán
ni conocerán la dicha
de haber fructificado la tierra firme
con las semillas de la calma
y los genes del fervor.


© Anabel

jueves, 4 de mayo de 2017

Te lo juro





Está tan lejos de mí
la intención de hacerte daño
como lo estuvo tu respeto por mis sentimientos
y por mi dolor.
Que te mantengas feliz
fuera de mi espacio vital
es mi mayor deseo,
que recojas tus frutos
y tus sueños
del ánfora de tus méritos;
que respires oxígeno puro,
que bebas agua clara
para que seas capaz de ser ecuánime,
que no justiciero,
para que entiendas lo que significa
ser libre, libre de verdad y no de fachada.
Te juro que no quiero lastimarte,
te lo juro por lo que más quieras,
sea lo que sea.
Pero el tiempo de conceder
se acabó:
dar tanto incapacita para volver a creer
y agota la confianza.
Así que sin puyas, sin odio, sin rencor,
te lo juro, te juro
que no quiero herirte,
es sólo que la indiferencia
ya no me permite ponértelo fácil.



© Anabel

miércoles, 19 de abril de 2017

Regalo de Ensueño

Sol ardiente de junio de Lord Frederic Leighton, 1895


Si supieras que esta noche he soñado contigo; que hemos hecho el amor entre las iniciales bordadas de tu mujer; que me has exigido otra cita antes de abandonar tu casa; que no me has dejado ir sin robarme otro beso en el pasillo. Si supieras de qué manera he soñado contigo. Si te lo dijera…

Si tuviera el valor de contártelo, imagino que te sorprenderías y, una vez asimiladas mis palabras, una mueca indecisa invadiría tu rostro al tiempo que tus pies se echarían hacia atrás, apartándose de un camino que jamás recorrerían. Me quedaría plantada cual caña a merced de la intemperie, mirando cómo tu reticencia se aleja de mí con prisa acuciante. Es probable que así fuera en el mejor de los casos, aunque estoy segura de que, en momentos de soledad o de aburrimiento, un céfiro traicionero susurraría a tu oído imágenes de mi soñado relato: cuando los reproches  cotidianos invadieran tu espacio vital; o mientras leyeras las mismas noticias deprimentes de siempre; o cuando tus hijos te respondieran a portazos; o en las noches que ya sólo te ofrecen recuerdos lejanos, en esos instantes, te vendría a la cabeza mi escote abierto en canal, desprendiendo la fragancia ácida y penetrante que sólo el deseo posee; sentirías la electricidad que asalta en el roce de pieles; escucharías mis jadeos  salpicándote; paladearías mi saliva en tus labios y mi mirada en tus ojos pidiéndote un poco más porque todavía no llego y tu pene te descubriría que realmente te resulto peligrosamente excitante. Llegados a este punto, me atrevo a apostar que la noche te brindaría un sueño húmedo en mi cama, sobre mi respiración, dentro de mi vida onírica. Al día siguiente, cuando coincidiéramos en el trabajo, tal vez te sintieras turbado por haber estado desnudo ante mí, por haber averiguado mis secretos más íntimos, como si hubieras leído mi diario, pero, a continuación, tu pudor se convertiría en poder al acordarte de cómo habías satisfecho cada poro de mi piel, resguardados los dos bajo esa noche impune que sólo nosotros habitamos. Y entonces nuestros ojos comulgarían, nos sonreiríamos con la confianza que proporciona la certidumbre de haber satisfecho el apetito del otro. Ese sueño de deseo complacido significaría nuestra unión más allá de la realidad, nuestra realidad más allá de lo tangible.

Si te dijera que esta noche he soñado contigo, estaría regalándonos una noche de auténtico e inalterable amor.

− ¿Sabes, Jaime? Hoy he soñado contigo…

© Anabel

domingo, 16 de abril de 2017

De alma perenne

Pantano de Mediano, Huesca.


“Querido chopo, tus hojas nos han siseado mientras descansábamos bajo tu sombra buscando el resguardo de un duro día y tu tronco fue el apoyo de mi marido en sus cavilaciones. Mis nietos han jugado a tu alrededor y entre tus raíces enterramos al viejo Luqui. Has sido testigo del paso de las estaciones, del crecer de las hortalizas, de los frutales… Eras la esfinge que señalaba en la lejanía dónde quedaba nuestro huerto y que vigilaba su débil entrada. Invariablemente, al llegar a la huerta,  tocábamos tu corteza, era como un gesto supersticioso, como una contraseña, un saludo entre amigos. Todo lo que quiero va a ser anegado y en los recuerdos que me lleve constantemente estarás tú protegiéndonos de las inclemencias. Lástima que no puedas defendernos de ésta. Pero sé que tú te salvarás, como la torre de la iglesia que no dará su campanario a torcer, que quedará como la prueba impertérrita del transcurrir de unas gentes que amaron su tierra y fueron obligadas a abandonarla. Lo sé porque veo la torre permanecer gallarda entre añiles y a ti te veo poblado de nidos. Querido chopo, tendrás una segunda vida de la que no podrán arrancarte.”

En ese momento no entendí lo que la abuela me estaba diciendo. Mis rizomas llevaban años diseminándose por esa vega fértil, disfrutando de la familia de Alegría en el devenir del tiempo. No sabía de qué aguas malditas me hablaba, pues la lluvia siempre era bienvenida; no comprendía sus palabras de despedida, sus lágrimas ni, mucho menos, su vaticinio. Hubiera querido que me aclarase unas cuantas dudas, pero sabía que sólo debía esperar, esperar desde la quietud para desentrañar semejante misterio. Al cabo de un tiempo, el pueblo se inundó; excepto la torre de la iglesia, el valle quedó bajo aquel mar sobrevenido como un vómito de muerte azul. Dejé de ver el cielo, de sentir la brisa; me deslicé de mi hueco vital y sentí como el barro se apoderaba de mi savia. Aves sin alas revoloteaban entre mi maltrecha madera dejando un rastro de burbujas. Eché de menos el agua a gotas y las caricias de Alegría. Entonces fue cuando debí morir.

No sé exactamente si estoy en un sueño o en la vida después de la muerte, no soy capaz de dilucidarlo, simplemente me siento vivo, aunque no produzca clorofila alguna, ni me rieguen, ni me nazcan hojas. Es un estado extraño, en el que ni soy ni siento como antes, pero en el que me encuentro bien. Un verano, que evaporó casi por completo el caudal del pantano, quedé al descubierto y fue entonces cuando me cercenaron a trozos y me llevaron hasta la ciudad. Me metieron en unos bajos en los que estaban haciendo obras y me sometieron a un tratamiento para dejar mi madera seca e incorruptible. Luego me recompusieron grapándome las ramas y plantándome en un macetero lleno de piedras. Con unos alambres me aseguraron al techo y quedé erguido de nuevo. Me reflejo en las paredes acuosas que son lo más parecido al líquido elemento. No soy un árbol bonito, pero tal y como me han colocado parezco un fósil esbelto y casi señorial. Se podría decir que he sido el primer cliente de la peluquería. Al principio de abrir el negocio todo el mundo se fijaba en mí y preguntaba por mi procedencia. Ahora ya se han acostumbrado, aunque de vez en cuando todavía haya quien se queda maravillado ante mi exigua figura. El único céfiro que percibo son los aires salvajes y calientes de los secadores, por los ventanales entra luz a raudales y las chicas con uniforme me pasan un plumero a menudo. No son las caricias de Alegría, pero me hacen cosquillas. Me han colgado una casita para pájaros y unos nidos abandonados se mantienen a duras penas entre mis ramas huesudas. Soy un fantasma que cobija pajaritos invisibles y proporciona sombra a cabezas envueltas en toallas. Vuelvo a sentirme parte de un trozo de tierra, he vuelto a echar raíces.

Hace unos días me llevé una gran sorpresa: Alegría entró por la puerta del local. Me puse tan contento que creí que me iba a brotar una hoja. Me dijo que llevaba mucho tiempo siguiéndome el rastro y que, por fin, venía a quedarse conmigo. Ahora ella se sienta en la butaca que hay justo debajo de mí, donde suelen maquillar a las señoras, y comentamos las conversaciones plagadas de secretos que las parroquianas le cuentan al estilista; de vez en cuando, desperdigamos alpiste para nuestro amigos volátiles y, por la noche, cuando el salón queda desierto, recordamos los buenos tiempos en los que nos daba el sol y la brisa nos despeinaba.

― Alegría, ¿no oyes unos ladridos?

© Anabel

sábado, 1 de abril de 2017

Maldito corazón fuerte


Piel con escamas de pez anciano
por donde resbalan los recuerdos
a una parsimonia cruel.
Patinan las imágenes por su mirada
como el nadador por una piscina
olímpicamente olvidadiza.
Sus piernas se han unido al juego de la flor de loto
y se han negado a sostener
ese cuerpo vacío que a expensas y a duras penas
vive de un corazón fuerte.
Músculo forjado a base de
sacrificios sin recompensa,
madrugones sin sol,
matrículas rasgadas,
dolores sin epidural.
¿Por qué eres tú el único órgano que recuerda
como era aquello de vivir?
¿Crees que por convertirte en acero
no te oxidarás?
Oh, corazón, corazón fuerte,
maldito seas
por empeñarte en tu legado de latidos sin rumbo,
porque tu obstinación es mi dolor
y tu rendición, mi orfandad.


© Anabel

jueves, 9 de febrero de 2017

Hibernorum




La niebla escurridiza como piel de pez,
el albor del reflejo resbalando sobre el hielo,
el tímido sol que casi no alumbra ni molesta,
la madrugadora escarcha tiñendo la hierba,
la liviana nieve que encorva el árbol,
la espera apaciguada de la utopía,
el calor desinteresado de una manta,
el barroco güisqui en mi boca ávida.

En el abrazo gélido del invierno
no elucubro pasados mejores,
ni futuros imposibles,
me quedo, con mis canas, en la certeza
de que la existencia abarca este presente,
de que el segundo actual es el único tempo,
pues lo anterior
siempre es modificado
y lo posterior
no es.


© Anabel

lunes, 16 de enero de 2017

Madurez

El Roto, 2 de enero de 2017





Celebrar el mismo año nuevo cada uno de enero
es una rutina,
como la de romper envoltorios
y soplar las mismas velas
a pesar de que se empeñen en sumar,
y sumar,
y sumar...

Besos que recuerdan otras bocas,
días que repiten nubes y luces
delatando a un Universo hermoso,
pero finito.

Versiones originales eternamente repetidas
que logran engañar los sentimientos
como si no hubiera existido un ayer.

Porque ser puros, vírgenes, inmaculados,
porque asombrarnos ante la vieja vida
es señal de primorosa,
lejana e irrecuperable juventud.



Instalarse en la madurez significa
no estrenar ningún amanecer,
ni inaugurar veranos;
no sorprenderse por la hoja que emprende el otoño,
ni por la nieve sobre el mar.

Instalarse en la madurez significa
no volver a hacer nada por primera vez,
ni siquiera volver a morir,
aunque ya no resucites más.



© Anabel